Según el estudio Democracy Perception Index 2018, publicado recientemente por la joven fundación Alliance for Democracies del ex primer ministro danés Anders Fogh Rasmussen, 54% de ciudadanos que viven en países democráticos consideran que no son tomados en cuenta. 64% considera que sus gobiernos (democráticos) no actúan en interés de los ciudadanos. Extrañamente, los ciudadanos en los países “no democráticos” son menos pesimistas sobre esta misma cuestión (41%).

Las cifras son rojas también en la percepción de desconfianza en medios de comunicación (56%) y la libertad de opinión (46%).

Frente a este escenario, las soluciones parecieran fáciles y diversas. Pero hasta ahora, y términos generales, no han dado resultados. Los números no mienten. Incluso la participación tal cual la conocemos, no ha logrado satisfacer las necesidades tan complejas de los ciudadanos, ni tampoco ha conseguido interesar a políticos.

La desafección ha traído consigo la creación movimientos o grupos que promueven la participación electoral, a castigar o a votar por uno u otro. Pero igualmente, tampoco consiguen el nivel de satisfacción ciudadana que cada vez pide más y mejor democracia. Las elecciones son subestimadas por las personas que ya no reconocen su valor porque las ven como un procedimiento no idóneo que consiga representar a los votantes. Acercándose más a un problema de representatividad que a un problema de democracia.

Hanna Pitkin, en su libro El Concepto de Representación, menciona que hay casos (de representación) en donde los deseos del elector se ven satisfechos por el que ostenta el poder. Ve detrás de este fenómeno una identidad de imagen, donde el representado se iguala con el representante. Más que un representante, lo que el ciudadano busca es la identificación con un “tipo de idea”, un ideal del grupo. Podría pensarse entonces, que no puede haber representación sin que exista antes una identificación con el representante.

Las elecciones han perdido valor. De hecho, para algunos las elecciones degradan el debate democrático, lo que ha hecho pensar a muchos que sería mejor dejar que la política corra su propia suerte.

John Burnheim, filósofo y ex sacerdote católico australiano, publicó en 1985 el libro Is Democracy Possible? The alternative to electoral politics donde describía un procedimiento alternativo a las elecciones en donde se eligieran a los gobernantes aleatoriamente, basado en el antiguo modelo griego de democracia.

De acuerdo a Burnheim, el sorteo o demarquía se diferencia de las elecciones en dos aspectos: las decisiones se tomarían de forma independiente sin recibir órdenes superiores; y que las personas electas por sorteo deciden en base a lo que les afecta directamente y esto les llevará a tomar mejores decisiones.

Apenas unos días después del Brexit,  el historiador belga David Van Reybrouck publicó el artículo, Why the elections are bad for democracy donde habla sobre la fragilidad de las elecciones frente a la democracia y también promueve el sorteo como método de selección de representantes.

El último es Brett Hennig, doctor en astrofísica, que promueve desde su organización Sortition Foundation, “un mundo libre de política de partidos”.

El sorteo político busca de alguna forma radicalizar la política en momentos donde la radicalización es la clave. Desnaturalizaría el monopolio de los partidos políticos en la construcción de la representación y también, busca movilizar a ciudadanos desinteresados en la política a deliberar y asumir responsabilidades sociales.

Y si todo esto puede parece un sueño de opio de ideólogos frustrados, el sorteo ha sido aplicado en distintas democracias parea asuntos específicos.

Citizens´ Assembly on Electoral Reform

Canadá con la reforma electoral en 2004 seleccionando por sorteo a ciudadanos dándoles la oportunidad y responsabilidad de revisar el sistema electoral para luego hacer un referéndum.

Y aunque los ciudadanos no aprobaran la reforma electoral en el referéndum, este modelo sirvió de base para proponerlo a otras ciudades de Canadá.

 The Citizens´Assembly

En el año 2016, el gobierno de Irlanda, ordenó la creación de esta asamblea que se encargaría de discutir como aborto, referéndums, aborto, cambio climático, envejecimiento de la población, y elecciones.

Su primera tarea sería la reforma a la octava enmienda de la Constitución que regula el aborto. Y el resultado fue el referéndum de mayo de 2018 donde ganó el “sí”, pero también ganaría una propuesta hecha por 99 asambleístas elegidos al azar.

Esta democracia random, trata de reducir la distancia entre gobernados y gobernantes, se fomente la inclusión, que exista una política horizontal y el restablecimiento de la confianza entre ambos actores políticos.

Los partidos políticos se llevan la peor parte debido a que hoy no logran conectar los deseos y necesidades de sus votantes. El ciudadano para lograr que se le escuche, ya no los ve necesarios, por el contrario, rivalizan en la búsqueda de la representación.

Como todo, este método de elección es criticable, pero existe. Difícilmente sería puesto en práctica. Es un riesgo muy grande para los políticos y para el poder que ostentan. Bien lo describe Moises Naím en su libro El Fin del Poder: “El poder ya no es lo que era. En el siglo XXI, el poder es más fácil de adquirir, más difícil de utilizar, y más fácil de perder”.

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