Antes de tomarse el Palacio Nacional, el 6 de diciembre de 1914, Emiliano Zapata pide a su hermano Eufemio que fuera directamente a la silla presidencial y que no permitiera que nadie se sentara en ella (Se dice que le pidió que la quemara). Para Zapata, el solo hecho de que alguien se sentara en ella tendría fuertes consecuencias ideológicas y simbólicas. Era la representación de todo aquello contra lo que la revolución luchaba: el abuso de poder, la injusticia, la pobreza de su gente.
No se sentía capaz de ocupar el mismo puesto de quienes, desde esta silla, tomaban decisiones que tenían a su país en la miseria; desde donde se reprimía a su pueblo campesino.

La silla presidencial es uno, o tal vez el más importante, símbolo de poder. Ha sido el símbolo de monarcas y dioses desde épocas antiguas.
Ciento cinco años después del rechazo y burla hacia la silla presidencial mexicana, durante el acto de juramentación del nuevo gabinete del presidente panameño, Laurentino Cortizo, estuvo marcado por un hecho que para muchos habrá pasado desapercibido, pero con una gran carga simbólica.
Como si se tratara de homenajear a los revolucionarios mexicanos, Cortizo, al lado izquierdo de la silla presidencial, pidió que pusieran un taburete. Una silla de madera, con respaldar de cuero, hecha por un artesano del interior del país.
En su discurso, y tal vez sin que a lo nuevos ministros y viceministros les importara, relató la historia del taburete: “En una reunión que tuvimos en Olá (provincia de Coclé), hace como 10 años, estábamos casi terminando una reunión con productores del área y un señor de edad avanzada estaba sentado en una esquinita. Me pide la palabra y le digo “dígame”. Entonces él me dice: “Mire, Nito. Si usted algún día llega a ser presidente, por favor fíjese qué tiene esa silla en la presidencia, porque yo no sé qué les pasa a los presidentes cuando se sientan en esa silla, algo debe tener”. Por esa razón fue que cuando me senté en esa silla grande (señalando la silla presidencial) me quedé medio preocupado”.
“Luego el señor me dijo: “yo le voy a sugerir algo. Cuando usted llegue a la presidencia, yo le voy a regalar un taburete”. “Allí está el taburete para que no nos olvidemos de dónde venimos”.
La puesta en escena del taburete a lado de la silla presidencial tiene una carga simbólica particularmente fuerte; es poner al mismo nivel al presidente y al ciudadano común; es abrir las puertas del Palacio de las Garzas; es el poder (el pueblo) detrás del trono.
Refuerza la imagen del presidente como un hombre de campo y que su prioridad será el sector agropecuario; lo proyecta como un hombre genuino y auténtico.
En épocas de cambio, algunas formas simbólicas de las personas pueden proporcionar soluciones mejores a los problemas generales de un grupo que otros símbolos, y aquellos que los crean movilizan y articulan, pueden llegar a ser líderes y conseguir que sus símbolos sean adoptados por el grupo. Como señala el sociólogo H.D. Duncan: “No puede haber un orden social sin la mistificación del simbolismo”. El simbolismo logra un tipo de estabilidad y continuidad sin el cual, la vida política y social no puede existir.
La comunicación política ha desarrollado técnicas en niveles que van mucho más allá de las palabras, sino también a través de mensajes visuales y de comportamiento, lo que al final se puede convertir en un arma de doble filo para el político, ya que lo deja sometido al escrutinio público y al contraste entre las imágenes y las palabras con la realidad.