En 1949, el mitógrafo estadounidense Joseph Campbell publicaría el libro El Héroe de las Mil Caras, Psicoanálisis del Mito, que se centra en el monomito del viaje del héroe a través de un mismo patrón narrativo. Según Campbell, el héroe para por tres ciclos o aventuras similares en todas las culturas: separación, iniciación y retorno. Tres coincidencias entre diversos mitos, pasajes religiosos, leyendas, tradiciones y sueños personales, presentadas como manifestaciones de la mente humana encaminadas a representar y resolver algunos dilemas nuestra especie.

No parece casualidad que La Mujer Maravilla, Batman, Capitán América y otros superhéroes, surgieran durante años convulsos: entre la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. En cierta manera, estos superhéroes representaban autoridad (ética y moral), la santidad (personas con poderes sobrehumanos) y el patriotismo en tiempos confusos. Compensaban la necesidad de referentes fuertes en la época que se necesitaban.

En este sentido, la vida real ha propiciado la creación de superhéroes de carne y hueso (Roosevelt, Churchill, etc.) que lucharon contra las debilidades del sistema democrático, incertidumbre económica, y guerras, entre otros “supervillanos”. Dando como resultado el nacimiento de líderes carismáticos que se elevaron entre las masas que los aclaman y representan en todas sus ilusiones y esperanzas.

El líder establece una conexión emocional entre el líder y su pueblo en contra de un enemigo común que hay que eliminar. Y es ahí en donde el líder se convierte en superhéroe para defender el bien, frente al enemigo que amenaza a su pueblo.

En este sentido, y entendiendo que para que exista un héroe debe haber un villano, es que la narrativa política ha ido cambiando desde hace unos años, hasta materializarse el 1 de julio pasado con la toma de posesión de la nueva Asamblea de Diputados.

La irrupción de diputados independientes, suficientes para conformar una bancada, le ha dado un leve giro a la opinión pública. Hoy ya no todo parece ser malo en al Asamblea Nacional.

Los diputados de la bancada independiente quienes, en el imaginario colectivo, se han convertido en los superhéroes que han venido a rescatar a un pueblo cansado y ultrajado por una casta que dicen nunca haberlos representado.

Son estos momentos de desafección y crisis donde se abren las oportunidades para que los líderes se transformen en héroes, por lo menos en términos de reputación. Es la ocasión perfecta para exhibir sus capacidades y aunque no sean muchas, el público cerrará filas en torno a ellos.

El efecto de cierre de filas (rally ´round the flag), propuesto por el politólogo John Mueller en 1970, apunta a que cuando hay un enemigo visible al que combatir, los ciudadanos conceden un crédito especial a sus líderes; reflejan en ellos sus deseos de victoria, y, en consecuencia, son más generosos a la hora de aprobar sus actuaciones.

De acuerdo a la idea inicial de Mueller, el cierre de filas es una pura manifestación de patriotismo, donde el líder héroe se convierte en una “bandera viviente” que encarna los valores colectivos amenazados. Sin embargo, también dependerá de que se cumplan algunas características como la cobertura de medios de comunicación, del grado consenso o conflicto político que se produzca al evaluar el suceso, del nivel previo de aprobación y de las habilidades propias del líder.

No obstante, el efecto de cierre de filas no es infinito. Dura el tiempo que se le dé cobertura en los medios. Y mientras dure, posiblemente esté generando un falso consenso donde se sobreestima el grado de acuerdo que se tiene sobre los líderes o sobre los temas, suponiendo que sus opiniones, creencias y valores son ampliamente apoyados por la mayoría.

Y aunque todo esto suene a una simplificación de lo complejo, el ejercicio político panameño necesitaba este cambio de narrativa que representa también un aire de esperanza para quienes la habían perdido. Se necesitan ciudadanos que crean en sus instituciones y en sus líderes. Por lo menos eso por ahora.

El desafío a largo plazo, será que las palabras se transformen en acciones. Que la narrativa cambie eventualmente de una lucha entre el “bien y el mal”, a una que unifique voluntades, con objetivos reales y en donde el bien común esté presente. Porque, a fin de cuentas, las palabras se pierden cuando el lenguaje va por un lado, y la realidad por otro

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